JESÚS SIGUE SIENDO RECHAZADO POR LA QUE CREE SER SU
IGLESIA
Por José Enrique Galarreta S.J. *
Lc 19, 1-10
El
capítulo 19 de Lucas es el final de la vida de Jesús antes de su entrada en
Jerusalén que acabará en su muerte. Los capítulos 20 y 21 narran la última
semana de la vida de Jesús y las controversias en el templo con los jefes del
pueblo. A partir del capítulo 22 entraremos en los relatos de la pasión.
La escena se desarrolla en Jericó, casi a la orilla del
Jordán donde sitúa Lucas tres relatos: la curación del ciego, que citan también
Marcos y Mateo, el episodio de Zaqueo, que sólo encontramos en Lucas, y la
parábola de las minas, que tiene su paralelo en la de los talentos de Mateo 25.
El episodio de Zaqueo recuerda fuertemente al llamamiento de
Leví, que conocemos por Marcos 2, Mateo 9 y Lucas 5, que da lugar a la comida
en su casa, con sus amigos publicanos, y a la murmuración de los escribas y
fariseos. Como en el episodio de Zaqueo, "todos murmuraban".
El pasaje se ambienta en un entorno de admiración de la
gente por Jesús y, al mismo tiempo, de incomprensión. En el episodio
inmediatamente anterior, la gente quiere apartar al ciego, que molesta, y Jesús
tiene que ir en contra de la corriente para acercarse e interesarse por él.
Aquí, la multitud rodea a Jesús, pero su actuación con Zaqueo les escandaliza.
Una vez más, el evangelio está mostrando la situación de
Jesús, enfrentado a un pueblo que no se aparta de sus conceptos religiosos, de
la idea de un Mesías espectacular que confirma a los buenos y rechaza a los
malos, y un pueblo que por tanto es incapaz de recibir la palabra de Jesús que
anuncia un reino que no es lo que ellos esperaban.
En los momentos que estamos viviendo, no podemos menos de
proyectar el mensaje de Jesús sobre nuestra situación. Y no es traer por los
pelos el mensaje ni forzarlo. Hablar de lo que esperaban sus coetáneos y lo que
Jesús les ofrecía es casi lo mismo que hablar de lo que ofrecen las religiones,
al menos algunas de ellas o en algunas ocasiones, para contrastarlo con lo que
ofrece Jesús.
Los contemporáneos de Jesús estaban dispuestos a aceptar que
Jesús era el Mesías, pero no estaban dispuestos a aceptar que el Mesías que
esperaban era Jesús, sin poder, sin ambiciones políticas, sin ofertas de
predominio del pueblo sobre otros pueblos, sin Templo, sin pureza legal.
Jesús hace presente a Dios, pero la gente no lo acepta
porque quiere otro dios. La diferencia está en que el dios que ellos buscan ha
de ser "nuestro dios", el que resuelva nuestros problemas y nos haga
privilegiados. Por eso pedirán siempre a ese dios ayuda para solucionar los
propios problemas y prevalecer sobre los demás.
Pero el Dios de Jesús es al revés: pide ayuda para
solucionar los problemas de todos. Sin privilegios.
Los de Jericó apartaban al ciego: querían solamente el
espectáculo del desfile triunfal. Y el ciego estorbaba en el desfile. Los de
Jericó querían que Jesús fuese de los buenos, y les pareció horrible que se
auto-invitase a casa del pecador público número uno de la ciudad, el odiado
jefe de recaudadores, y rico.
Pero Jesús quería curar: curar al ciego, curar al rico recaudador.
El desfile triunfal le traía sin cuidado. (No es casual que el siguiente
desfile triunfal, la entrada mesiánica en Jerusalén, acabe tan mal, según el
mismo Lucas: Jesús llora y se lamenta por la suerte de Jerusalén y echa a los
mercaderes del templo).
Los fariseos y sus letrados hacía tiempo que se habían dado
cuenta del peligro y acechaban a Jesús casi desde el principio de su
predicación. (Varias veces en Marcos 2 y expresamente ya en Marcos 3,6). Y
cuando la cosa llegó a Jerusalén, la intervención de los sacerdotes fue
fulminante, porque sabían que si Jesús seguía adelante toda su religión se
derrumbaba, y con ella su instalación social y su sistema político. Y en una
semana, acabaron con él.
Jesús fue rechazado. La razón de fondo es que Jesús ofrece
la Buena Noticia de "Dios amigo de la vida", amigo de la gente,
médico y pastor. Jesús ofrece la Buena Noticia de que religión no es un gorro
sagrado que nos ponemos en el Templo y en las Fiestas, sino la vida misma, la
honradez, la veracidad, la compasión, la colaboración, el esfuerzo; que ése es
el sacrificio agradable a Dios y que para ofrecerlo no hacen falta ritos ni
intermediarios.
Jesús es el que no hace teología metafísica, sino parábolas.
Jesús es el que no ha venido a que le entronicen sino a lavar los pies. Es
demasiado: ¿qué hacemos entonces con el Templo, con el poder en nombre de Dios,
con la reverencia al sacerdocio por su unción sagrada, con los preceptos, con
los premios, con las amenazas ... con todas esas cosas tan irremediablemente
conexas con lo que tradicionalmente llamamos "religión". Y, peor
todavía: si Dios no va a solucionar mis problemas, ni vamos a ser más que otros
porque "Dios está con nosotros"... Entonces, ¿para qué queremos a
Dios?
Jesús cura al ciego y a Zaqueo, mientras la gente le quiere
aclamar como Mesías Rey. Y lo mataron, lo mataron en nombre de SU dios.
Nosotros hacemos hoy lo mismo. Dios para que me dé las cosas
que creo que necesito. Yo adoro a Dios, cumplo los mandamientos (¡ojalá!) y le
pido lo que quiero y él me lo da. Yo cumplo con él, que él cumpla conmigo. Y
además, la vida eterna. Exactamente el Antiguo Testamento. ¿Qué significa para
nosotros la Buena Noticia, la estupenda novedad de Jesús?
Jesús sigue rechazado por la Iglesia exactamente igual que
como fue rechazado por los fariseos, los escribas y los sacerdotes. Pero aún
más: es rechazado invocando su nombre y proclamando que le siguen. Y aún más,
los ricos sacerdotes, los ricos económicos, los poderosos con poder, dicen que
le siguen, van a misa, participan en los grandes festivales
religioso-folklóricos... la mejor imagen de todo esto es para mí sin duda la
entrada de Jesús en Jerusalén, cuando todo el mundo aclamaba y Jesús iba
llorando.
Dentro de poco tendremos varios espectáculos aclamatorios.
Costarán mucho dinero, las masas aclamarán, el Papa disertará sabiamente,
asistirán todas las autoridades, cristianas y paganas, honradas y sinvergüenzas,
y no servirá para hacer ninguna conversión, ningún seguimiento mejor a Jesús.
¡Qué bien habría quedado en Jericó que hubieran limpiado
previamente la calle de mendigos, que Jesús se hubiera hospedado en casa del
fariseo o sacerdote más rico y prestigioso. ¡Qué preciosa habría sido la
entrada triunfal en Jerusalén si el burro hubiera sido sustituido por un brioso
caballo blanco (marca Mercedes a ser posible, blindado y con tapicerías de
madera y cuero), si Jesús hubiera entrado en el Templo devotamente, besando al
entrar sus losas de mármol, y hubiera presentado un sacrificio por mano del
Sumo Sacerdote!
Seguramente Israel habría quedado mucho más dispuesto a
aclamarle como Mesías.
Pero no hay que olvidar que Jesús en Jericó, la opulenta
ciudad de las palmeras, triunfa. Triunfa porque un ciego ve y un rico
explotador deja de serlo.
Lo demás, el desfile, el gentío, las aclamaciones, es
mesianismo de falsos dioses, que no siente compasión y no quiere que el mendigo
deje de ser desgraciado ni que el pecador tenga salida. Quieren que el ciego
siga ciego y que el recaudador reviente.
Jesús quiere curar. Y cura, triunfa. Lo mismo le sucederá
con la mujer adúltera (Juan 8): quiere salvarla y triunfa, la salva; a costa de
jugarse la vida y perderla. ¿Nos tomaremos alguna vez en serio, nosotros, los
de las "religiones del Libro", que no está permitido matar ni a Caín,
el asesino de su hermano? (Génesis 4,15). ¿Nos tomaremos alguna vez en serio,
nosotros, los que decimos que seguimos a Jesús, que no hay más religión que dar
de comer al hambriento?
Jesús en Jericó, más fuerte que la ceguera y que el dinero.
Jesús amigo de la vida, de las personas. Jesús compasivo hasta tener que dar la
vida. Jesús, rostro de Dios, negador de falsos dioses.
Yo no sé, evidentemente, cómo se puede parar tanta locura,
ni soy quién para dictar cuál debe ser la posición oficial de la Iglesia
Católica ni tengo autoridad alguna para juzgar a nadie. Pero sí sé varias
cosas, las que todos sabemos y debemos proclamar.
Sé que debemos ser radicales en el seguimiento de Jesús, y
extirpar de la Iglesia, empezando cada uno por sí mismo, todo aquello que se
parezca a los criterios y valores que llevaron a Jesús a la cruz: el "dios
para nosotros", el preocuparse sólo marginalmente de los pobres, el
preferir las ideas a las personas, el imponer ideas desde arriba en vez de
sembrar conversión desde dentro...
Extirpar de nosotros -desde dentro de nosotros mismos– al
fariseo de santidad legal, al escriba de conocimiento estéril, al poderoso sacerdote
del Templo único, a los intermediarios, a los santos separados, a los sagrados
sin compasión, a los ricos que no comparten, a los políticos que no sirven.
Todo eso no es de Jesús, y nosotros, la iglesia, debemos proclamarlo bien alto,
bien claro.
Sé que el futuro de la humanidad es el estilo de Jesús o la
muerte. Sé que la mayoría de las religiones que contemplo son religiones de
muerte. Sé que el estilo de Jesús es sembrar, compadecer, con-padecer, curar,
respetar, ofrecer luz con buenas obras, ser consecuente hasta el final; y tener
fe en todo ello.
Sé que el Reino no es ceremonia sacra y triunfal, sino grano
de mostaza y pellizco de levadura. Sé que el Hijo de Dios no era sagrado
pontífice ni doctísimo escriba ni puro fariseo ni poderoso rey.
Y sé que Jesús creía en la cosecha, creía en la virtualidad
irrefrenable de la vida encerrada en la semilla y en la levadura. Sé que se
sembró. Sé que fue fecundo. Sé que su vida sembrada murió a manos de los
sagrados, los doctos y los puros, pero resucitó en un puñado de gente normal
llena del Espíritu, un espíritu tan vivo que sigue cambiando hoy la vida de
muchas personas. Y confieso que creo en el poder del Espíritu de Jesús, hasta
el punto de confesar que es la semilla que puede salvar este mundo de locos y
de dioses falsos en que vivimos. *
* Nota de José
Enrique Galarreta S.J.