EL PAÍS 26 SEP 2013
La prueba decisiva de Francisco
El Papa ya ha mostrado su sensibilidad con las necesidades
de las personas. El equilibrio que pide ahora entre los asuntos morales y la
frescura del evangelio depende de que se realicen las reformas aplazadas
Por HANS KÜNG
El papa Francisco muestra valentía civil. No solo al
presentarse sin temor en las favelas de Río de Janeiro. También al abordar un
diálogo abierto con críticos no creyentes. Así, recientemente ha escrito una
carta abierta en la que responde a uno de los principales intelectuales
italianos, Eugenio Scalfari, fundador y durante muchos años director de La
Repubblica, el gran periódico romano de izquierda liberal. Y su respuesta no es
un sermón doctrinario papal, sino un amistoso intercambio de argumentos entre
interlocutores que se tratan al mismo nivel.Recientemente, en su periódico, Scalfari planteó al Papa 12
preguntas, la cuarta de las cuales me parece muy relevante para saber a dónde
se dirige una Iglesia que se abre a las reformas. Jesús dijo: “Dad al césar lo
que es del césar y a Dios lo que es de Dios”. Sin embargo, la Iglesia católica
ha sucumbido demasiadas veces a la tentación del poder temporal y, frente a la
secularidad, ha reprimido su propia dimensión espiritual. La pregunta de
Scalfari era esta: “¿Representa por fin el papa Francisco la primacía de una
Iglesia pobre y pastoral sobre una Iglesia institucional y secularizada?”.
Atengámonos a los hechos:
—Desde el principio, Francisco ha renunciado a la pompa
papal y ha buscado el contacto espontáneo con el pueblo.
—En sus palabras y gestos no se ha presentado como señor
espiritual de señores, sino como el “servidor de los servidores de Dios”
(Gregorio Magno).
—Frente a los escándalos financieros y la codicia de los
eclesiásticos, ha iniciado reformas decididas del banco vaticano y el Estado
papal y ha impulsado una política financiera transparente.
Los que se casan tras un divorcio deberían ser readmitidos a
los sacramentos si lo desean
—Ha subrayado la necesidad de reformar la curia y el colegio
eclesiástico mediante la convocatoria de una comisión de ocho cardenales
procedentes de diversos continentes.
Sin embargo, aún tiene por delante la prueba decisiva de la
reforma papal. Es comprensible, y alentador, que para un obispo latinoamericano
los pobres de los suburbios de las grandes metrópolis estén en un primer plano.
Pero un papa no puede perder de vista la totalidad de la Iglesia, el hecho de
que en otros países grupos distintos de personas, que padecen otras formas de
pobreza, también anhelen una mejora. Y estamos hablando aquí sobre todo de
seres humanos a los que el Papa puede ayudar de forma incluso más directa que a
los habitantes de las favelas, sobre quienes tienen responsabilidad en primer
término los órganos del Estado y la sociedad en su conjunto.
Ya en los evangelios sinópticos puede reconocerse una
extensión del concepto de pobre. En el evangelio de Lucas, por ejemplo, la
bienaventuranza de los pobres se refiere evidentemente a las personas realmente
pobres, a quienes lo son en sentido material. Sin embargo, en el evangelio de
Mateo la bienaventuranza se extiende a los “pobres de espíritu”, a los pobres
en un sentido espiritual, a los que, como mendicantes ante Dios, son
conscientes de su pobreza espiritual. Por tanto, se refiere, de acuerdo con el
sentido del resto de las bienaventuranzas, no solo a los pobres y a los
hambrientos, sino también a los que lloran, a los perdedores, a los marginados,
a quienes se quedan atrás, a los expulsados, explotados y desesperados. Es
decir, tanto a quienes padecen miseria y están perdidos, a quienes se
encuentran en extrema necesidad (Lucas) como a los que sufren angustia
interior. Es decir, Jesús llama a sí a todos los afligidos y abrumados, también
a quienes han sido abrumados con la culpa.
De este modo se multiplica por mucho el número de los pobres
a quienes hay que ayudar. Una ayuda que puede venir precisamente del Papa, que
por razón de su ministerio está en mejores condiciones de ayudar que otros. Esa
ayuda suya, en tanto que representante de la institución de la Iglesia y de la
tradición eclesiástica, supone más que meras palabras de consuelo y aliento:
quiere decir hechos de piedad y amor. De forma espontánea se me ocurren tres
grandes grupos de personas que, dentro de la Iglesia católica, son pobres.
En primer lugar, los divorciados: en muchos países se
cuentan por millones, y entre ellos son numerosos los que, al volver a casarse,
quedan excluidos para el resto de su vida de los sacramentos de la Iglesia. La
mayor movilidad, flexibilidad y liberalidad de las sociedades actuales, así
como la esperanza de vida plantean a los miembros de la pareja exigencias más
altas en una unión de por vida. Sin duda, el Papa defenderá con énfasis,
incluso en estas circunstancias más difíciles, la indisolubilidad del matrimonio.
Pero este mandamiento no se puede entender como una condena apodíctica de
aquellos que fracasan y a los que no les cabe esperar perdón. También aquí se
trata de un mandamiento teleológico, que demanda fidelidad vitalicia, y como
tal la viven muchas parejas, pero no puede ser garantizada sin más. Esa piedad
que pide el papa Francisco permitiría que quienes se han vuelto a casar tras un
divorcio puedan ser readmitidos a los sacramentos cuando los desean de corazón.
En segundo lugar, las mujeres, que debido a la posición
eclesiástica respecto a los anticonceptivos, la fecundación artificial y
también el aborto son despreciadas por la Iglesia y en no raras ocasiones
padecen miseria de espíritu. También hay millones de ellas en esta situación en
todo el mundo. Solo una ínfima minoría de católicas secunda la prohibición
papal de los métodos anticonceptivos artificiales, y muchas de ellas recurren
en buena conciencia a la fecundación artificial. Obviamente, el aborto no puede
banalizarse ni implantarse como método de control de natalidad. Pero las
mujeres que se deciden a practicarlo por razones serias, muchas veces con
grandes conflictos de conciencia, merecen comprensión y piedad.
Las mujeres que abortan por razones serias merecen
comprensión y piedad en la Iglesia
En tercer lugar, los sacerdotes apartados de su ministerio
por razón de su matrimonio: su número, en los distintos continentes, asciende a
decenas de miles. Y muchos jóvenes aptos renuncian al sacerdocio a causa de la
ley del celibato. No cabe duda de que un celibato libremente elegido por los
sacerdotes seguirá teniendo su lugar en la Iglesia católica. Pero una soltería
prescrita por el derecho canónico contradice la libertad que otorga el Nuevo
Testamento, la tradición eclesiástica ecuménica del primer milenio y los
derechos humanos modernos. La derogación del celibato obligatorio sería la
medida más eficaz contra la catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en
todas partes y el colapso de la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene
el celibato obligatorio, tampoco puede pensarse en la deseable ordenación
sacerdotal de las mujeres.
Todas estas reformas son urgentes y deben ser tratadas en
primer término en la comisión cardenalicia. El papa Francisco se enfrenta aquí
a decisiones difíciles. Hasta ahora ha demostrado ya una gran sensibilidad y
empatía por las necesidades de los seres humanos y manifestado de diversas
formas un notable coraje civil. Esas cualidades le facultan para adoptar
decisiones necesarias y que marcarán el futuro respecto a estos problemas, en
parte pendientes desde hace siglos.
En la extensa entrevista publicada el 20 de septiembre en la
revista jesuita La Civiltà Cattolica, el papa Francisco reconoce la importancia
de cuestiones como la anticoncepción, la homosexualidad y el aborto. Pero se
opone a que tales temas ocupen un lugar demasiado central. Con razón exige un
“nuevo equilibrio” entre estas cuestiones morales y los impulsos esenciales del
propio evangelio. Pero este equilibrio solo podrá alcanzarse en la medida en
que se realicen las reformas una y otra vez aplazadas, para evitar que
cuestiones morales que en el fondo son de segundo nivel priven de “frescura y
atractivo” al anuncio del evangelio. Esa podría ser la gran prueba decisiva del
papa Francisco.
Hans Küng, ciudadano suizo, es profesor emérito de Teología
Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Es presidente de honor de la fundación
Weltethos (www.weltethos.org) y autor, entre otros, del libro ¿Tiene salvación
la Iglesia? (Trotta, 2013).
Traducción de Jesús Alborés Rey
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